¿Qué nos pasa con la sobrecarga de estímulos, la sobreexposición de contenidos?
A partir del libro La inteligencia artificial no piensa (ver recuadro) y de otros trabajos que
siguieron, venimos planteando que hay dos niveles de problemas. Primero, la distinción
entre información y conocimiento. Los procesos de aprendizaje, donde uno forma parte
de esa construcción, nos modifican -la percepción, la forma de mirar- incluso a nivel
cerebral. Cuando consumimos información, hay una estimulación neurofisiológica, pero a
nivel cultural y subjetivo, por sí misma no toca ninguna fibra. No mueve a nada.
En la medida en que no medie una operación subjetiva específica desde el lugar donde estamos
emplazados (un interés, un proyecto, un espacio en el que militamos o nos encontramos),
la sobreabundancia de estímulos contribuye a un estado ansiógeno creciente, y al mismo
tiempo satura. Y la saturación tampoco mueve a nada.
A veces me gusta pensar un imaginario clásico del periodismo. El mito originario es que había
una sociedad ilustrada, y la literatura y la historia eran los lugares donde esa sociedad se
hablaba a sí misma: cómo está, qué le pasa, qué piensa, qué siente. Eso lo decían un [Charles]
Dickens, un [Gustave] Flaubert; ciertos autores que escriben sobre el estado de una sociedad.
El periodismo aparece -su mismo nombre lo dice- como una forma más periódica de ese
deseo de la sociedad de contarse a sí misma.
Las palabras "diario", "jornal" y "semanario" son en realidad recortes temporales. El
periodismo suponía una frecuencia, una agenda. Y al mismo tiempo, que ciertas informaciones
y exposiciones de miradas sobre el mundo iban a incidir, porque había una ciudadanía
disponible para sentirse afectada, modificada, y actuar en consecuencia. Ese es el imaginario,
que como todo mito sirve para describir un fenómeno, pero que de ninguna manera es literal.
Un imaginario que fue perdiendo poder interpretativo.
Totalmente. Ya no es posible pensar en el sentido de la Ilustración, ni siquiera en la idea del
periodismo como cuarto poder. Es una época donde la temporalidad ya no es el diario o el
semanario, sino la pura inmediatez. Lo que se consume es información, que por sí sola no
genera ningún tipo de movilización, porque no logra ingresar en el campo de afección; no
nos sentimos afectados. Es una época de dispersión, de ruptura del tejido. Cada vez es más
difícil encontrar circunstancias en las cuales sienta que el sentido de mi vida está, aunque
sea un poco, hecho del sentido de las otras vidas. Podés recibir las peores informaciones,
indignarte, tener todavía un poco de sensibilidad, pero es difícil sentir que la información
vaya a mover a algo.
El arte es un lugar fundamental de apropiación y de reinvención, desde el cual uno puede decir: interrumpimos, interceptamos o desviamos la capacidad de formateo que tiene lo digital, para hacer un uso transgresivo de la máquina.
Ahí hay una relación con la paradoja de internet: la promesa inicial de conectividad
con los demás y la situación actual, donde se ve el efecto contrario.
Ese sería el otro mito, el mito de internet. Hay una película de [Werner] Herzog muy buena,
Lo and Behold (2016). Cuenta una serie de historias de sintomatologías que aparecen a
partir de la emergencia de internet [desde la irrupción de los vehículos autónomos hasta
una familia martirizada por la pérdida de su hija, pasando por una comunidad que vive
desconectada]. Cuando hablamos de conectividad y de una red absolutamente exhaustiva,
omniabarcativa, presente en todos los momentos de la vida, eso no se lleva bien con ningún
proceso de conocimiento, con ninguna temporalidad de la fricción.
Al mismo tiempo, hay otro punto fundamental: la irrupción de lo digital es la irrupción de un
fenómeno masivo, que en corto tiempo se volvió mundial, que desterritorializa completamente
la experiencia. Si pensamos fenómenos como la emergencia de la lengua, la escritura o los
transportes de alta velocidad, momentos que han generado quiebres, que han modificado la
especie, en general ha habido tiempo de metabolización. Todos los niveles que se despegan
o se abstraen, se vuelven a reincorporar a la vida mixta: un poco orgánica, un poco indirecta.
Pero en muy poco tiempo, la experiencia digital ha desterritorializado completamente la
comunicación y el contacto. Es mucho más difícil ver cuáles son los vectores de reabsorción
o reapropiación.
¿Qué otras consecuencias se dan a nivel personal?
Hay algo muy interesante que está trabajando Miguel [Benasayag]. Lo cuento porque son
experimentos bastante caseros; no financiados por multinacionales, porque no les interesa
que se digan estas cosas. Por ejemplo, sobre la hipercompatibilidad con las máquinas que
manifiestan los chicos muy chiquitos. Eso tiene un efecto muy fuerte, de disociar completamente
la información del proceso de conocimiento, y al mismo tiempo permanecer en la memoria
de corto plazo. En una escuela donde nos convocaron para pensar estas cosas, un padre nos
decía que hizo el experimento con su propia hija, trabajando un tema de manera totalmente
digital, y el siguiente de manera totalmente analógica: con juegos, muñecos, dinosaurios.
Al cabo de menos de dos meses, le preguntó sobre los dos. Del primero no se acordaba casi
nada. Y del otro tenía un montón de recuerdos, incluso tergiversados.
Miguel cuenta otro experimento. Ante una pregunta de su nieto, un abuelo desarrolla un verso,
una historia; lo hace interactuar. Y después, buscando la información en Google. El resultado
es el mismo: la narrativa permite que la arquitectura del cerebro juegue, se desarrolle. En el
otro caso, lo que entra no permanece. Además, la delegación de funciones empieza a generar
atrofias, pérdidas de memoria y de capacidades...
Con el GPS, por ejemplo.
Sí. Al no existir el tiempo para reponer, reciclar y metabolizar, la delegación de funciones
produce esos efectos muy fuertes a nivel de la constitución de una persona. Hay un caso muy
curioso, que es el momento en el que -gracias a la compresión de formatos- aparece la
posibilidad de escuchar muchísima música en un solo dispositivo. Por un lado es fantástico.
Yo soy melómano, y eso me permite encontrar muchas cosas. Por el otro, tengo un amigo
-que no es un consumidor zombi, sino un tipo inteligente y sensible- que un día vino y
me dijo: "Esta semana me escuché toda la discografía de Spinetta". Yo le contesté: "¿Pero
vos creés que tanta música entra en un cuerpo en tan poco tiempo?". Hay una pregunta ahí
sobre qué podemos absorber. Y esa pregunta lleva a un ejercicio de curaduría permanente
en estos tiempos. Si no nos volvemos curadores de nuestra relación con la sobreabundancia
de información y con las redes, somos prisioneros de algo que nos desborda todo el tiempo.
¿Dónde o con quiénes encontrás esas referencias de curaduría?
Hay páginas, gente piola... En el lenguaje milenial [se ríe] se dice "sigo a tal", "sigo a tal otro". Eso
habla de gente que busca referencias, por ejemplo, en la comida. Es cierto que también es una
práctica totalmente compatible con el mercado, que de alguna manera segmenta. Pero dentro
de esa segmentación también aparecen cosas interesantes. Un par de compañeros tenían la
idea de hacer talleres de experimentación, navegaciones, cruzando cosas que los algoritmos
no pescarían. Porque, claro, el mundo algorítmico es una máquina de captura fenomenal.
Todo este ejercicio lo hace por vos, en una delegación no necesariamente consentida.
Uno de los ejes del libro es el concepto de colonización digital, con una advertencia
sobre el peligro de terminar comportándonos como predice la inteligencia artificial.
Sí, hay dos niveles. Uno es comportarse como está en capacidad de predecir la IA a través del
uso de big data, etc. Y otro es funcionar cada vez más parecidos a la máquina, es decir, sentir
que es posible esa comparación. Por eso, la estrategia fundamental del libro es romper con
la homologación que se suele hacer entre la inteligencia orgánica y la inteligencia digital.
Hay una diferencia de naturaleza entre la vida orgánica y la inteligencia orgánica, que no
es solamente humana, porque hay una historia evolutiva donde entran los animales, los
paisajes, la técnica. Uno tiene que entender que ahí hay procesos que nos incluyen como
máquinas de captura, y que dentro de esa captura, lo digital es un vector. Pero también el
mundo orgánico, que es -como diría Sandro- un mundo de sensaciones.
Cuando alguien dice "uy, van a reemplazarme", seguramente hay tareas que son reemplazables. Pero lo que no es reemplazable es el goce de la vida, el arte de perder el tiempo y la inutilidad, que es vital para nuestra salud
Pensar la técnica
En las últimas semanas, Pennisi estuvo a cargo del seminario "Filosofía de la técnica" en la
maestría en Tecnología y Estética de las Artes Electrónicas de la Universidad Nacional de
Tres de Febrero. En una época donde "la digitalización de la experiencia redefine los modos
posibles de habitar", el propósito era ayudar a "construir una mirada crítica por fuera de la
tentación tecnofóbica".
¿Cuáles son las claves para lograrlo?
El arte es un lugar fundamental de apropiación y de reinvención, desde el cual uno puede
decir: interrumpimos, interceptamos o desviamos la capacidad de formateo que tiene
lo digital, para hacer un uso transgresivo de la máquina. El seminario planteó un aspecto
bio-antropológico: cómo aparece la técnica en el universo orgánico de la vida y del bicho
humano. En su libro Psiche e techne, el filósofo, psicólogo, psiquiatra y psicoanalista Umberto
Galimberti hace una especie de antropología filosófica para pensar la emergencia de la técnica
y las transformaciones que eso supone.
¿Hay nuevos proyectos con Miguel Benasayag?
Sí, un libro que se va a llamar Hibridación. El híbrido es posible en la medida en que hay
alteridad, heterogeneidad de elementos. Nos preguntamos todo el tiempo cuál es la alteridad,
la búsqueda de una singularidad de lo que está vivo, de lo que no es descomponible. La
máquina, lo digital, es del mundo de lo descomponible, lo desagregable. Nosotros decimos que
la hibridación ya es un hecho. Por el modo en que usamos las aplicaciones o que dependemos
de algunos aparatos técnicos para nuestra vida, ya hay una promiscuidad física, subjetiva,
actitudinal.
En ese marco, hay dos tendencias: una que dice que puede reapropiarse y transgredir el
puro funcionamiento, y otra que busca convertir todo al funcionamiento, que nos pleguemos
a eso. Cuando alguien dice "uy, van a reemplazarme", seguramente hay tareas que son
reemplazables. Pero lo que no es reemplazable es el goce de la vida, el arte de perder el
tiempo y la inutilidad, que es vital para nuestra salud. Uno podría decir: "Bárbaro, yo puedo
articularme de esta manera, o de esta otra, con la máquina". De lo contrario, nos vamos a
convertir en operadores de información, con procedimientos y procesos que desconocemos
cada vez más.
En La inteligencia artificial no piensa tienen una frase sobre "reivindicar la capacidad que
tenemos los bichos de no funcionar, de morar inútiles y, para colmo, de sentir esa condición
como la perfección misma".
Hay un libro maravilloso de Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, donde el autor
cuenta el goce que siente al separarse de la sociedad. Se recuesta en un bote, se deja andar y
dice: "Esto es la vida; así quiero vivir y así quiero terminar mi vida". La pura navegación, no
para buscar información, sino para que entre algo de las estrellas, algo del mundo. Esa idea
de que hay algo del mundo que nos afecte muestra hasta qué punto somos diferentes de las
máquinas. Porque las máquinas funcionan con mucha información; mientras más, mejor.
En poco segundos, pueden establecer correlaciones de millones de informaciones. Esa es
su eficacia. En cambio, el bicho funciona con un mínimo de información. Casi te diría que
no funciona con información, sino con estímulo. Es lo que decían [el investigador chileno]
Francisco Varela y algunos biólogos: lo que hacen los organismos vivos es autoafectarse a
partir de estímulos, que como no tienen una condición semántica, no generan traducción
ni codificación. La afección es con un mínimo, pero ese mínimo puede disparar todo un
imaginario.
La IA no es una herramienta; la IA es un nuevo ambiente. Una nueva aldea, como diría McLuhan, o una nueva casa. O como decía Heidegger en Ser y tiempo: "El lenguaje es la casa del ser".
¿Cómo podemos encontrar nuestras propias escenas del bote en la vida urbana,
conectados todo el tiempo a las máquinas? ¿Cómo encontrar los momentos de pausa?
Bueno [se ríe], leyendo a Rousseau, por ejemplo. Hay que tener cuidado con la idea de la pausa:
no reproducir algo que ocurrió en los tiempos del capitalismo industrial más primitivo, que
era la importancia que le daban al reposo como una forma de recuperar a la persona para el
trabajo.
"Recargar las pilas"
La pausa también puede ocupar un poco ese lugar, ¿no? "La tomo para seguir funcionando".
Creo que necesitamos más desvío que pausa. En ese sentido, la figura de la amistad es central en
esta época. Es el lugar en el cual podemos construir conspiraciones, imaginarios alternativos
desde situaciones concretas, territoriales, que se relacionen -desde esa condición singular-
con el mundo técnico de una manera inventiva, habilitando la posibilidad de un uso que a
priori no está.
La IA no es una herramienta; la IA es un nuevo ambiente. Una nueva aldea, como diría
McLuhan, o una nueva casa. O como decía Heidegger en Ser y tiempo: "El lenguaje es la casa
del ser". Nosotros decimos: la nueva casa del ser es esta. Solo que nosotros ya no somos los
mismos. Ya no somos el sujeto moderno de la conciencia. No sabemos bien lo que somos, y
no sabemos bien cómo habitar la casa. En principio, no hay uso. Tenemos que generar las
condiciones para ver si se habilita algo que podamos llamar "uso".